Si algo lograron siete temporadas de la serie más vista, más cara y (en ocasiones) más sorpresiva de la televisión fue que los espectadores generáramos vínculos emocionales con nuestros personajes favoritos.
Si bien las últimas dos temporadas aflojaron (en parte porque ya no había material base, en parte por lo corto de éstas), la relación de ansiedad y apego que teníamos con Arya, Daenerys, John, Tyrion, Sansa y todos los demás nos dejaron, como escribió hoy en Milenio Les Akieh, claves simbólicas y narrativas que llevamos a la nuestra vida cotidiana.
Y es que ese es el poder de la epistemológico de la cultura pop: más que gustos y aficiones, estos contenidos mediáticos se tornan parte de nuestra personalidad y, por tanto, también en herramientas que nos permiten entender, si bien sólo como metáforas, las complejas circunstancias que vivimos.
Las intrigas políticas que trazan Varys y Little Finger, la genialidad teórica de Tyrion o la fortaleza y sensibilidad de Sansa permiten que hablen de trauma las víctimas de violencia sexual, o de la urgencia de preparación la comunidad científica, por ejemplo.
Game of Thrones formó parte de un giro en la industria: en vez de utilizar ficciones “miméticas” (que reflejen el mundo “real”), como lo hicieran Breaking Bad, The Wire o The Sopranos, construye mundos ficcionales “verosímiles”: universos que, aunque siguen sus propias reglas y tienen sus propias leyes básicas, siguen hablando de la realidad “fuera” de la ficción.
La lectura de la guerra como un mal necesario en The Lord Of The Rings de JR Tolkien, o la crítica (algo endeble) del fascismo en la saga completa de Harry Potter están en esa categoría en la que Game of Thrones destaca como pocas.
Como escribe Les Akieh, si bien esta última temporada fue floja narrativamente, también nos entregó grandes momentos cinematográficos y, sobre todo, le dio un cierre a un universo que rebasa sus propios límites y nos toca, nos explica y nos retrata.